Los centros comerciales de las afueras me resultaban especialmente odiosos. Enormes superficies separadas por areas, una dedicada a la hosteleria, adjunta a unos cines de multiples salas y precios desorbitados, con ofertas para grupos y familias, un supermercado gigante, y otra zona para comprar ropa, accesorios y servicios varios.
Los centros comerciales tenían techos altos, pero según pasabas más tiempo allá iban tornandose angostos y amenazando tu testa, el carecer de cielo, ignorar si era de día o de noche no era de gran ayuda y transformaba el conjunto en unas galerias carcelarias, alcatraz contemporaneo, alimentadas de luz blanca e invadidas por música infernal. No es fácil tolerar aquellas melodias que el resto te impone, y ante las que era imposible aislarse.
Pululaban, a ritmo de bachata, las muchedumbres por los pasillos formando grupos de dos. Las parejas eran los visitantes habituales de estos presidios. Ellos normalmente eran tipos grises, de mirada apagada y brazos fatigados de acarrear las bolsas que ellas, infatigables, conseguían reunir saltando de una tienda a otra. Aquí un bolso, allá una blusa, una falda, otra blusa más. Había algo patológico en las ansias acumulativas de aquellas chicas. Ni todas las prendas de la provincia les resultarían suficientes. Acumulaban sin mucho sentido, guiadas por vagos y violables criterios estéticos, sumando prendas que a veces no pasarían de las tres o cuatro puestas. Ellas sacaban bolsas y bolsas, y el hombre perchero, de mirada lacónica y gesto bovino prestaba su anatomía para los portes. Modernos percherones, pacientes san bernardos, escoltas y mayordomos, sacrificaban un tiempo precioso de su vida en pos de casi nada. Había mucho de lamentable en todo aquello.
Los fines de semana la cosa cambiaba a peor, accesos colápsados, invasión de familias, abuelos con goteros, sillas électricas de minusvalidos, carritos de niños, el marmol era un parque movil para gente que ansiaba espacios baratos, no cobraban entrada, sin escalones ni obstaculos, y la música enlatada llegada desde el estudio de un satánico arribista no cesaba, seguía martilleando, obligando a los transeuntes a elevar sus gritos sobre ella y todo era un guirigay tremendo mientras el techo pugnaba por aplastarte. Los destellos brillantes provenientes de los escaparates tampoco ayudaban.
Esos días uno no podía refugiarse ante el celuloide. Aun ser las jornadas de más alto coste, apenas si quedaban butacas libres. De nuevo las parejitas de pipiolos engañados y mozas cortejadas gobernaban tiránicas en la postal. A ellos, el cortejo les saldría caro, apenas asumible para sus escasos salarios de becarios y aprendices. Cena, mala y fria, en italiano regentado por emigrantes no italianos, más entrada, a cambio de seguramente nada. El ruido era ensordecedor, hasta llegada la media hora había que agudizar el oido para escapar de aquella sinfonía de palomitas reventadas por caninos ansiosos, los platos del italiano aparte de frios y malos tambien eran escasos, sorbetones a desaconsejables refrescos rebosantes de azucar, besos clandestinos aprovechando la oscuridad de la sala, un envoltorio que se resquebraja por allá, alguién a quien no enseñaron a másticar sin airear el paladar, otros empeñados en pregonar su hilaridad y estulticia, al listo se le vé reir al tonto se le oye, a base de carcajadas injustificadas cada tres escenas.
El cine te envolvía en su magia en los días de sesiones semidesiertas o mejor desiertas del todo. Entonces apreciabas la inmensidad de la pantalla, los detalles del fondo, el sonido que te envolvia a la espalda, el hueco existencial que se experimentaba en la sala. Las multitudes tienen la inevitable habilidad de desarmar cualquier encanto. Prueba a poblar de muchedumbre tu panorámica favorita, verás como torna de glamuorosa en eludible.