aventuras y desventuras de un superviviente en la jungla madrileña, germanofilo y amante de la belleza,...preferiblemente femenina.

domingo, 27 de marzo de 2011

Hans y el basket

A Hans no le gustaba casi nada el baloncesto. De vez en cuando lo enchufaba en la catódica, pero no le hacía demasiado caso, siempre tenía algún libro a medias o el internet delante. De todos modos desde que se instauró la TDT no aparecían grandes alternativas, cada día el invento le recordaba más a Springsteen, "56 channels and nothing on". Normalmente en algún momento del último cuarto el marcador estaba empatado,¿para que demonios jugaban los otros tres?

Era un deporte raro, los muy altos tenían una ventaja tremenda pero sus movimientos mongólicos les impedía sacar más rendimiento, los bajitos eran muy hábiles, encestaban bien y tal, pero su deficit de altura les cubría de oscuridad cuando afrontaban a los monstruos. Los negros al igual que los gigantes descordinados, también partían con ventaja, parecían más ágiles, saltaban más alto, eran más fibrosos y no se cansaban.

Hans había ido algunas veces al campo, siempre invitado claro, y le sorprendía que en vivo parecían aún peores que en la pantalla. ¿Pero como puede fallar eso, si está a dos metros y mide tres? Recordaba un partido al que le invitaron a palco privado, el espectáculo para Hans, más que en el parquet andaba en los canapes y las más deliciosas azafatas del catering.

Al Madrid aun lo aguantaba. En el descanso y los tiempos muertos salían las "cheerleaders", las contorsionistas inquietas llenaban sus fantasías recónditas, tan flexibles, tan sonrientes, tan solicitas, con esas falditas. En el Estudiantes, en vez de eso, salían una panda de pequeñajos sobreexcitados embozados en camisetas enormes que corrían desbocados de una canasta a otra intentando encestar y dandose unos trompazos tremendos entre ellos. Cuando no, un tipo elegido al azar en un sorteo del que Hans siempre se enteraba tarde intentaba, siempre sin conseguirlo, encestar una canasta desde el medio el campo. El speaker ladraba consolando y el desdichado se llevaba el aplauso de sus cuatro conocidos, el resto del mundo fluía indiferente por los vomitorios, mientras recogia una camiseta de consolación enterrando eternamente su único momento de gloria de su anodina vida. A cinco minutos del final empate, y se lo llevaba el que menos errores cometía en ese tiempo. ¿Porque no nos privaban de los otros treinta y cinco de juego, una hora y pico real, y nos ponían en su lugar a las cheerleaders? Suponía Hans que sería por justificar el precio de la entrada.